30.9.13

¡Qué! ¡me!

¿Qué quiero hacer?
¿Cuál es mi plan?
¿Qué me espero a la vuelta de la esquina?
¿Con qué me sorprenderé cuando menos me lo espere?
¿Lo mejor estoy por venir?
¿Hoy puedo ser un gran día?
¿Mi táctica es mirarme y que un día,
no sé bien cómo ni sé con qué pretexto,
por fin me necesite?

Tengo ganas de mí.
Necesito-me.
Y cuanto más, menos.
Cuanto menos, más.
A la sombra de un laurel
me espero impaciente, incómoda e inconclusa.

12.9.13

Lago

Necesito un lago, un espejo de agua que me devuelva mi imagen. 
Para saber qué hago bien y qué hago mal. 
Para conocerme y reflexionar-me.

7.9.13

Embajadoras y embajadores a la fuerza

Imaginaos un mundo de embajadores y embajadoras a la fuerza. Es decir, un mundo en el que todas las personas naciéramos sabiendo que en algún momento de nuestra vida se nos dirá: “Ahora te vas a X lugar”; y al día siguiente, una semana como mucho, tendríamos que viajar a X.

Nada definitivo, sólo un tiempo de vivir en otro sitio trabajando para quien nos necesite allí.
Imaginaos que esos lugares X no fueran destinos paradisíacos sino zonas de catástrofes, muchas veces por causas humanas (tsunamis, terremotos, huracanes, malaria) o conflictos humanos (dictaduras, guerras, discriminaciones extremas de raza, género, religión, etcétera). Las personas que vivieran en esos lugares X también tendrían la obligación de viajar; pero a lugares Y, como unas vacaciones del infierno en un paraíso de plástico.

Para poder seguir el razonamiento, imaginaos esto como un sistema incorruptible y mágico, en el que hubiera alguien capaz de decidir qué lugares son X, X+ (siempre hay forma de poner un +) y cuáles son Y ó Y++, así como de evitar cualquier escapismo.

Cuanto mejor fuera nuestra situación, más viajes nos tocaría realizar, más peligro correríamos de contraer enfermedades, sufrir una muerte violenta o, simplemente, mucho dolor. O sea, que cuanto más poderosas fuésemos las personas, más tendríamos que arriesgarnos.

Desde luego, el poder ya no sería tan atractivo. Sería más bien algo obligatorio y rotativo.

Como dijimos, no habría forma de evitar esos viajes. Por lo cual, si viviéramos en ese mundo probablemente nos pondríamos a trabajar en la solución para esas catástrofes y conflictos humanos. Es decir, que buscaríamos la forma de reducir el riesgo. Esto seguramente reduciría en gran medida los “males” del mundo. Y mucha gente viviría mejor.

Seguramente también nos dedicaríamos a idear escudos, vacunas y sistemas de protección para reducir los riesgos de esos viajes, probablemente accesibles sólo para las personas de Y+ e Y++.

Sin embargo, estas “mejoras” estarían basadas en el miedo y nuestras almas seguirían plagadas de sentimientos negativos, con el miedo a la cabeza. Pero también con resentimiento, envidia, frustración y ansiedad. De este modo, el proceso retrocedería tanto como avanzaría. Nos sentiríamos egoístas. No seríamos solidarias con quien tenemos cerca porque “ya nos tocaría después nuestra cuota”, convirtiendo nuestro entorno en un lugar inhóspito. No tendríamos hijos e hijas por no dejarles, cuando nos tocara viajar, en manos de ese entorno poco hospitalario.

Pasaríamos el mayor tiempo posible de ocio, incluso cuando nos tocara gobernar, porque después tocaría pringar; “y entonces que de las cosas importantes se ocupe alguien más, que ya habrá”.

Esto haría también que no quisiéramos lo suficiente a nuestras familias y comunidades, que serían entendidas como obstáculos para el bienestar, multiplicando el efecto negativo por generaciones.

Para solucionar esto, podríamos pensar que ese sistema infalible nos obligara a tener descendencia, cuidar de las vecinas ancianas, crear guarderías sociales rotativas, plantar árboles, gastar poca agua, limpiar la acera, cerrar la puerta de la nevera, dejar los zapatos en su sitio... y así hasta el infinito.

De hecho, esa lista infinita de “cosas que hacer y no hacer” me recuerda demasiado al sistema legal que tenemos las personas en el mundo de hoy; ese sistema lleno de rendijas que siempre conseguimos burlar de un modo u otro todas (sí, todas) las personas. Porque hay cosas que no tienen sentido y porque está hecho para ser burlado. Pero además, da igual. Aunque fuera una ley inviolable, no funcionaría.

Es que la empatía no puede forzarse. Podemos pasarnos toda la vida rodeadas de gente que está en peores circunstancias que las nuestras. Podemos acorazarnos el alma e incluso entrenar los sentimientos más negativos posibles respecto de esas personas, como el odio y el desprecio (una vez más, el miedo).

La solución no puede venir impuesta por ninguna ley divina e ineludible. Por lo tanto, no hay nada ni nadie, divino o terrenal, a quien echarle la culpa.

La única opción sigue siendo hacerse cargo de la realidad. Asumir nuestra parte y darlo todo desde la más profunda convicción. Sin esa fe en las propias acciones, en las propias actitudes, no hay caridad que funcione, no hay gesto que valga, no hay cambio posible.