Cada vez vale menos la palabra; sobre todo, la palabra dada; sobre todo, la palabra amor.
Nos volvemos seres inconexos, incapaces sociales.
No entendemos lo que vemos. No sabemos lo que decimos. No hablamos de lo importante. No decimos lo que hay que decir.
Nos llenamos los ojos y la boca, eso sí, de falacias inútiles. Esa
plenitud, ese sobrepeso, nos impide movernos y buscar: respuestas;
verdades hasta el límite de la lucidez embargante; palabras hasta el
límite de las lágrimas; hasta el punto de quedarnos sin aire y aprender,
otra vez, a respirar.
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