La melena ardiente del tiempo se desliza entibiando el mundo.
La piel seca y escarpada de la Tierra se deja hacer. No puede evitarlo y no lo haría.
Después vendrá el frescor oscuro del tiempo. La piel seca y escarpada de la tierra se dejará hacer otra vez. No puede evitarlo y no lo haría.
A veces, muchas veces, pasan cosas que no dependen de nosotras. La madre naturaleza sabe hacer.
Se puede medir el tiempo pero no controlarlo. Él camina constante arrastrando su cabello, acariciando cada célula planetaria. Sus pies no flotan, avanzan en contacto con la superficie llevando el día y después la noche, el día y la noche, en su melena.
Para las personas el tiempo se mide en años y los años empiezan oscuros, en plena noche. Después se va iluminando y calentando poco a poco. Es el tiempo, el pelo, el fuego.
A veces se nos queda pegado el cansancio de la noche iniciadora, la común celebración del final y la posibilidad. Entonces puede que falte la energía para empezar el día después, la celebración de lo concreto y compartido. Pero el día uno no es más determinante que el veinte o el cien.
Solemos centrar la atención en ese primer día del período medido, solo un espejismo de orden, pero el segundo día ya no cuenta. Habiendo aprendido que lo importante es llegar primero, desmerecemos todo lo que venga después. Acumulamos refranes sobre empezar con buen pie y acabar bien. Pero el tiempo camina igual el día que la noche, el día que la noche.
Rojo y negro su cabello se arrastra sobre arena, piedras, mar y selva, núcleo y humanidad. No pasa de largo por nada. Paso a paso constante, lento, inmutable.
Nosotras enredamos las cosas y las sombras. Y confundimos el ahora con hacer locuras. Cada momento, acariciado por la inexorable cabellera, vale igual que el anterior y el posterior. Así que me desafío a centrarme en el día dos, el minuto ocho, el mes catorce; en todos y cada una de los hebras pelirrojas y morenas. Bailando en corro con la Tierra y sus habitantes, me propongo disfrutar de esa caricia.
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