Yo pienso muchas cosas. Todo el tiempo estoy pensando. A veces
pienso más con la cabeza y a veces más con la tripas. Pienso con
los ojos, los ovarios, los pies y las manos.
Y siento, intuyo, atisbo muchas cosas también. Con cada parte de
mi cuerpo, incluyendo mi cerebro. Soy así. Y me gusta tener tantos
sueños, ideas, pensamientos y sensaciones dando vueltas. Yo qué sé.
Soy así.
Por ejemplo, muchas cosas siento y pienso del lugar en el que
vivo. Y me pregunto, y me propongo... Incluso a veces las cuento.
En ese remolino, también me acuerdo, de golpe, que soy
inmigrante. Porque es algo que sé, que está siempre ahí pero como
por detrás. Es como cuando te das un golpe en el dedo meñique de la
mano izquierda, o la derecha, la que menos uses. Te duele. Entonces
vas buscando hacer las cosas sin usar ese dedo. Agarrás el vaso sin
tocar con el meñique. Te secás con la toalla haciendo más fuerza
con la mano derecha. Pasás con cuidado la manga del jersey para no
rozar el dedo... y poquito a poco te vas olvidando de que lo estás
haciendo. Y vivís con tu dedo meñique magullado sin darte cuenta de
que te duele.
Pero de pronto, alguien habla de dedos meñiques, o te rascás la
cabeza y te duele el dedo. Y te volvés a acordar. Y decís: “Ah,
cierto que me había golpeado y me dolía”.
Algo parecido me pasa con lo de tener pasaporte extranjero. En
otro lugar sería pasaporte, sin más. Acá, es extranjero.
Por ejemplo, a veces me pongo a hablar de los partidos políticos,
habla de los mayoritarios y de los que sueñan. Habla de los que
mandan y los que podrían tener la posibilidad de gobernar.
Normalmente, conversamos sobre ello, no hablo sola. Y la otra persona
también opina, reflexiona y comenta. Y de pronto me pregunta: ¿Y tú
a quién has votado en las últimas elecciones? Y ahí, ¡bum! De
golpe vuelve a mí la conciencia del pasaporte. Y tengo que
responder: “No, yo no voto. No puedo votar, soy extranjera y sólo
voto en las europeas y las municipales. Pero esas sí voto ¿eh?”.
Es habitual que la otra persona se sorprenda, indague más y entonces
ya no hablamos de la política de los partidos. Hablamos de la
política de las personas, de la participación de derechos y, claro
está, de inmigración. Y justo cuando debería ser más persona, soy
inmigrante. En el buen sentido, ¿eh? Quiero decir, no me tratan mal.
De hecho, es muy probable que la otra persona se indigne conmigo y
nos unamos en la convicción de que hay mucho por hacer. Pero ya
volvió a dolerme el meñique.
Otras veces, hablo por ejemplo de la ciudad donde vivo hace más
de once años. Comento las ventajas y desventajas de vivir aquí, o
los cambios en el paisaje urbano; recibo visitas a las que sirvo de
guía como cualquier otra lugareña; oriento a alguien que quiere
llegar a algún lugar... Y me siento una más o una menos, según el
caso. Pero desde luego, parte de la ciudadanía. Pero de pronto, como
un fogonazo de lucidez, cruza por mi cabeza otra ciudad, mi ciudad
natal, el barrio en el que me crié, la casa donde nació mi hija, a
10.000 kilómetros de acá. Y recuerdo que no siempre fui de Bilbao.
De hecho, fui de muchos sitios antes de ser de acá.
Cuando me pasan estas cosas me quedo bastante desconcertada y sin
saber cómo sentirme. Por momentos, incluso puedo llegar a sentirme
inhabilitada para opinar sobre algunas cuestiones. Y eso no está bien.
Pero más allá de localizaciones geográficas y sociales las
personas hablamos de otras cosas. Por ejemplo. A mí me apasionan
otros asuntos, como la comunicación, las relaciones de género y la
paz. Y escribo y pienso y siento mucho sobre todo ello. Y me
entusiasmo, opino, contesto...
Pero el otro día, de pronto, ¡zas! Me invadió una sensación
extraña, como de no estar siendo transparente con la gente que leerá
lo que escriba, como esa gente que te ofrece para firmar un contrato
sabiendo que hay cuestiones que no han sido aclaradas y podrían
perjudicarte.
Hace tiempo trabajo en el desarrollo de una idea que vincula estos
tres temas: comunicación, género y paz. De momento, trabajo en
ella por lo que todavía no puedo explicarla muy bien. Son cuestiones
más bien universales, en el sentido de que afectan a todas las
personas en el planeta, seamos o no conscientes de ello. Todas nos
comunicamos. Todas nos relacionamos con otros géneros y con el
nuestro propio. Todas necesitamos paz positiva para vivir bien. Y a
mi me gusta reflexionar con todos los sentidos sobre cómo se
relacionan esas tres realidades.
Y en eso estaba cuando me asaltó una incomodidad moral como de
“Pero yo no avisé que soy inmigrante.¿ Y qué tengo que estar
opinando yo de estas cosas y proponiendo ideas a la gente que nació
acá y que lleva toda su vida acá si no soy de acá? ”. Me sentí
desautorizada una vez más.
Volví corriendo a lo trabajado para releerlo y ver cómo podía
hacer para ser sincera de verdad y descubrí dos cosas.
La primera fue que ya estaba en ese texto reflejada mi condición
de inmigrante. Que es tan parte de mi que lo incluyo sin siquiera
darme cuenta de que lo estoy haciendo. Incluso, aunque no lo dijera
estaría allí, porque yo soy inmigrante. Pero además, está
explicitado en ese trabajo. Esto más que un descubrimiento es un
recordatorio, algo que siento necesario volver a aprender muchas
veces.
La segunda cosa que descubrí fue que ese prejuicio, esa
autodesautorización, era falsa. ¿Qué tiene que ver ser
inmigrante con poder opinar? Ahora me río pensando en lo ridículo
de mi incomodidad, de mi temor de no ser auténtica y veraz en mis
opiniones si no advierto de mi condición de inmigrante. De hecho es
tan ridículo que antes de escribir tendría que anunciar que soy
inmigrante, pero también que soy mujer, que tengo 38 años, que soy
madre, que soy periodista aunque no trabajo de ello, que vivo donde
vivo y con quien vivo, que tengo trabajo, que no sé cocinar, que me
gusta escuchar a Fito y Fitipaldis y a Fito Páez... vamos, un
sinsentido.
Creo que realmente todas esas cosas y muchas más son
condicionantes de quien soy, pero ¿por qué no me siento obligada a
avisar de eso y sí me siento obligada a avisar que soy inmigrante?
Supongo que por la sensación de cómo serán recibidas mis
palabras si digo “soy inmigrante”, que no es lo mismo que decir
“no sé cocinar” o “soy periodista”. Quizás si dijera “soy
mujer” también podría pasar algo parecido. Bueno, en general,
tendemos a sacar conclusiones precipitadas de datos parciales y, lo
que es peor, a tomar decisiones en base a esas conclusiones.
Pero como iba diciendo, esa sensación de una recepción diferente
de mis palabras es, por supuesto, una construcción mía. Una
construcción que yo hago en base a un montón de factores propios y
ajenos; entre ellos, una inseguridad no resuelta y también las
respuestas que ya he recibido en ocasiones anteriores al decir “Soy
inmigrante”, o “Soy argentina”, o “Tengo pasaporte
extranjero”.
Y sabiendo que no es lo mismo decir que no decir, lo primero que
pienso es que no es obligatorio avisar. De hecho pienso que si no lo
digo puede que consiga más atención para mis ideas, una atención
que no se dispersará en el hecho de que como soy de otro sitio tengo
otras ideas y que cómo hablo y todo eso. No, no es obligatorio
avisar y puede que sea útil camuflar esa condición, pero sólo a
corto plazo.
Porque pienso que es bueno que las personas nos vayamos
acostumbrando a pensar y sentir que es bueno escuchar ideas
diferentes de gente diferente con ganas de hacer cosas buenas,
participar y opinar. Es importante que nos acostumbremos al ejercicio
de incorporar la diversidad y mezclarnos. Y es bueno porque salen
cosas nuevas.
Por eso, vuelvo a pensar, a sentir, a emocionarme, a creer y digo:
“Soy una mujer inmigrante, tengo algo para decir y me gustaría que
me escuches”.
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