Supongamos que la superioridad intelectual puede definirse como
una capacidad de razonamiento y pensamiento lógico con la que
alguien cuenta por encima de la de otras personas. Esta forma de
inteligencia implica, para empezar, una comparación. Por lo tanto,
para que yo sea superior intelectualmente debe haber alguien
intelectualmente inferior. Ya empezamos mal, porque si mis virtudes
dependen de la falta de los defectos ajenos, es fácil imaginar que
me dedicaré a fomentar esos defectos para alimentar mi virtud a base
de ensanchar la brecha. Es más fácil tirar para abajo que empujar
para arriba.
Por eso, me gustaría utilizar otro concepto que no implique, al
menos tan explícitamente, comparación. Hablemos de inteligencia,
aún en el sentido más tradicional de la palabra, como la capacidad
de razonar o entender.
Convenido este punto, es bastante obvio e innecesario explicar que
a lo largo de toda mi vida he estado vinculada a personas a las que
considero inteligentes y otras a las que no considero inteligentes.
Evidentemente, hay mujeres y hombres en ambos grupos. Por si alguien
necesita la aclaración en estos tiempos en que parece que volvemos a
cuestionarnos preguntas de siglos pasados.
No es que sea necesario un extraordinario nivel para desafiar mi
propio intelecto, pero sí es cierto que me he dado al esfuerzo de
cuestionar, indagar, replantear y argumentar con gusto y
responsabilidad. Considero que es cosa buena lo de esforzarse por
entender y explicar, lo de reafirmar las propias ideas más allá de
todo dogma y lo de tomar decisiones que impliquen a la razón entre
otras herramientas.
He dicho alguna vez que yo hago un camino reflexivo de la vida,
transitando a 10 centímetros del suelo e incluso a 10 centímetros
hacia el interior de mí misma, para poder observar con perspectiva.
Mi objetivo, la libertad. Por lo tanto, es fácil deducir que valoro
positivamente este ejercicio de tratar de entender y razonar.
Sin embargo, no sólo de ideas viven mis preferencias. Cuento
entre mi gente cercana a personas que, incluso ajenas al ejercicio
del razonamiento exhaustivo, aportan una gran claridad ética,
conocen los secretos del buen vivir, y presentan una sabiduría para
la risa y el cariño que me resultan imprescindibles; aunque no sean
capaces ni tengan intención de resolver un enigma lógico en su
vida.
Del mismo modo que creo que la inteligencia no es imprescindible
para el buen querer, pero ayuda, opino que tampoco es suficiente por
sí misma.
Hay otro factor que, además de necesario, es determinante: la
autoridad moral. En este caso me resulta más complicado aún hablar
de superioridad o inferioridad. Me gusta aplicar más bien una
gradación de compatibilidad. Por ejemplo, un genio de la
antropología puede resultarme absolutamente repudiable y aburrido si
acompaña su sapiencia con un discurso xenófobo. Una magnífica
filósofa que es incapaz de trascender y no imponer los dogmas
religiosos me da más asco que entusiasmo. Y esto tiene que ver con
mi propia ética y moral, desde la cual sin duda elijo a quienes
quiero tener a mi alrededor y las autorizo a interpelarme.
A esta altura estará claro que me resultan más atractivas las
personas que, con su capacidad intelectual, me ofrecen un desafío,
aquellas que me dejan frente al acantilado del pensamiento con un
irrefrenable deseo de saltar; pero sobre todo aquellas que me invitan
a planteamientos tanto éticos como intelectuales.
En fin, vuelvo al comienzo: no todos son ideas. Por lo tanto,
quien tenga intenciones de caerme bien lo tiene crudo si intenta
utilizar una apariencia lógica vacía de todo contenido moral. Y
peor aún, me resultan tan insoportables las discusiones basadas
puramente en la dialéctica y la oratoria... Me parecen una pérdida
de tiempo los debates destinados a definir superioridades. Los
debates no se ganan ni se pierden. Si un debate es bueno, ganan todas
las partes, incluso quien modera y quien escucha. Claro que para eso,
hace falta disposición de espíritu para el entendimiento y la
colaboración, a las que no todo el mundo está dispuesto.
No es obligatorio, no hay ninguna ley por la cual quien no razone
va a prisión o paga multa. Pero como tantas cosas en la vida, puede
que esta también tenga truco. Nadie te puede obligar a pensar, pero
sí inducirte a no pensar, y cuando no pensamos somos más dúctiles.
Esto, en un sistema que se basa en la manipulación como táctica, me
da mucha rabia. Pero sobre todo, me anima más aún al ejercicio de
reflexionar, como acto de rebeldía.
Por eso, la actitud crítica, la invitación al debate, los foros,
los dilemas, las ganas de preguntarse si lo que que se hace es lo
correcto o qué debería hacerse, son actitudes que me resultan
profundamente atractivas y revolucionarias.
A quien combine esta actitud inteligente con valores compatibles
con los míos, estoy dispuesta a darle el poder, con su
correspondiente responsabilidad, para tomar las decisiones que
afectan a la sociedad de la que formo parte: el mundo.
2 comentarios:
Todos deberíamos ganar con los debates. Lo único que hemos ganado en este último, es que no teníamos ganas de escucharles. No porque fueran un hombre y una mujer, si no porque no tenian nada para contarnos. Sí tenia la radio encendida al terminar el debate, y me dio mas tristeza la rápida intervención de los partidos para anunciar que habían ganado claramente el debate.
A mi también me seduce el intelecto, suelo respetarlo aun no estando de acuerdo. Me obliga a reformular mis creencias, y a actualizarlas.
Ayer escuché una frase del cierre de campaña de Rubalcaba y lo unico que tenía para ofrecerle a un continente era el machismo de su adversario.
Sí, tristeza es una buena definición.
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